jueves, 16 de junio de 2011

El cuento escrito a cuatro manos inconscientes...

Breakfast at Tiff…ayunadero La 36

Dicen que no hay mejor forma de iniciar el día, que con un enorme, saludable, fresco y natural jugo de naranja recién exprimida…

Digo que lo dicen porque eso he escuchado, ya que nunca lo he podido probar, como tampoco he probado unas noventa y nueve mil otras cosas, pues desde mis cinco años sólo he podido observar a los demás a través de las vitrinas, que desde la calle, me han permitido fantasear con las vidas que otros viven, mientras calmadamente chupo el tarro de pegante, juguete fiel, abrigo infalible… desayuno infaltable…

Pero no me quejo, de hecho, es una más de las cosas que no he probado: quejarme; ni siquiera cuando descubrí que algo sucedía con mi voz, o mejor dicho, nada sucedía con mi voz… simplemente no existía, de mi garganta no surgía siquiera un gemido o un estertor.

Me sumí en un silencio permanente y me dediqué a escuchar con atención cuanto sucedía a mí alrededor… y a través de las vitrinas.

El pegante impregnado en cada célula de mi cuerpo me ha dado un matiz casi fantasmal, a veces siento como si tuviese sobre mí alguna especie de manto mágico que me hace invisible a los demás. Eso me divierte. Paso por en medio del tumulto y nadie me nota, nadie se inmuta aún si estoy vaciando un bolso señorial o sacando suavemente unos billetes de algún pantalón. Eso me asusta. En mis momentos de aborrecida lucidez mientras me aprovisiono del químico sustento, llego a pensar que no es ninguna cobija mágica ni una mierda, es que estoy muerto y estoy tan trabado, que ni cuenta me he dado…

Es por eso que no me sorprendió cuando la vi aquella noche de invierno. Desde mi cambuche en el parque Bolívar, con la botellita conectada a mi boca y cubriéndome la colcha de retazos como una segunda (más bien única) piel… no sentí miedo, tampoco gracia, mucho menos curiosidad. Sólo la observaba, silencioso, mientras la luz mortecina que se escurría por las farolas, empapaba con su tenue brillo las bancas vacías, alguna vez atestadas de recuerdos fugaces de amores tardíos que en la vida de alguien apenas significaron algo.

En su derredor, papeles arrugados, basura quizá, artefactos electrónicos obsoletos, cintas de seda en colores, pinturas, trozos de madera y poemas… yaciendo nada más, como cadáveres insepultos.

…la luz iluminando los rastros de aquello que alguna vez fue…

Observaba… la observaba, sin pretender reconocerla… ni siquiera cuando retiró la cabeza sin rostro de la pálida cesta de mimbre a su lado, introduciendo su meñique por el orificio que había cerca a la sien, levantándolo con ímpetu impresionante, propio de quien ha deseado algo toda su vida y por fin ejecuta su obra maestra. Se detuvo, parecía olisquear el aire. Giró.

Entonces posó su mirada en mí, atravesándome con la infinita dulzura de un millón de voltios en la silla eléctrica, conectándose con mis sentidos, transmitiéndome eones de existencia antes de la existencia misma, en un frío tan intenso como infinito probablemente es el universo… me miró y en ese instante era yo quien miraba hacia el cambuche, al bulto forrado en retazos y aferrado al pegante que diluía lo poco que quedaba en ese derruido cascarón… bajé la vista a la diestra que sostenía la cabeza, continuando lo que hacía antes de…

…eso, sí, comí su cerebro. Lo seguí haciendo con un ansia ajena por adueñarme de sus recuerdos, sintiendo la frustración del hastío… del sabor de la materia gris, de la insípida materia gris…

El pegante se evapora por completo, puedo percibirlo por el rabillo de la cuenca oscura (¿mi cuenca?).

Entonces despierto frente a la vitrina. Miro fijamente a un hombre de traje saborear el jugo de naranja recién exprimida, el vaso previamente helado en su mano y el rostro perfectamente afeitado.

Me retiro de la vitrina y sigo el vuelo de una mariposa azul que contrasta con el ocre taciturno de esta ciudad enmohecida.

Hoy, como todos los días, continúo siendo ese ser que no se conoce, ese que somos todos, mirándose al espejo sin reconocerse entre tanta manía y tanta locura perdida, entre la desesperación y la risa desesperada, atrapados en la carta que encierra eternamente la dicotomía de un “Joker” que se fuga a cada momento o entre momentos o a partir de momentos… sólo para perder la cabeza otra vez en la pálida cesta de mimbre que carga ella junto a su hoz.

En este instante, este preciso y único instante puedo probar, en todo el esplendor de aquello que nunca tuve, la certeza de saberme un muerto vivo, errante en un mundo plagado de fantasmas que nunca sabrán que hace tiempo sus cuerpos son polvo, que sólo quedan los recuerdos que cada noche, bajo la luz mortecina del farol junto al cambuche, mientras consumo hasta el último gramo de pegante, tiemblan tanto, que pienso que nunca dejarán de temblar, temen tanto, que pienso que nunca dejarán de temer… y aman tanto, que nunca dejarán de amar.

K-LI-K

2011

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