El
Papel
“Este hideputa
colorete sí me salió malo”. Piensa mientras trata de acomodar la roída punta
del labial para pintarse una seductora e invitadora sonrisa. Hace tiempo que
debe dibujarse el rostro, pues los años, aunque no eran muchos, le trajeron
tantas líneas perdidas, que poco a poco, esa niña que fue aventada a la selva
de cemento, se convirtió en esa mujer anónima, invisible, tan escondida entre
miradas esquivas, aromas infinitos, labios itinerantes y voces lejanas, que
cuando intentó una mañana encontrarse nuevamente, sólo una imagen borrosa, como
un sueño, logró ver reflejada en el espejo.
El vestido
negro se amolda a su cuerpo perfecto. Sus largas y contorneadas piernas
enfundadas en las botas de cuero a la rodilla, completan el ajuar. Un corto
pero grueso abrigo intenta prepararla para la cortante brisa que la espera en
el pórtico del derruido edificio donde habita. Su cabello azabache liso y hasta
la cintura, enmarcan el bello cuadro que resultó esta noche. La lágrima que
lucha por salir desde que tiene uso de razón, es contenida una vez más entre
sus ojos, entre lo que le queda de alma. Descubre para su pesar que no le duele
ser puta... le duele es estar tan sola.
El sonido de
sus tacones metálicos acompasa su voluptuoso andar. Su mente en blanco intenta
encontrar una canción para hilar mientras espera. Le dan unas ganas inmensas de
fumar. De pronto en el parque encuentre al anciano de los cigarrillos, que una
mirada a las tetas le suelta un paquete de Lucky Strike. Apresura un poco el paso.
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