sábado, 16 de enero de 2010

El Cuarto... el primer corazón roto...

NOVENTA DÍAS

Esa tarde, el aire me sabía a bolero viejo. La sala donde mi madrina me recibió, parecía anclada en los años cuarenta. Desde hacía unos meses, mis visitas semanales a tomar chocolate le levantaban el ánimo, y en cierta forma, a mí también. Esta vez compartía la compañía con dos amigas suyas que estaban de paso por la ciudad; al principio dudé si irme, pero ante la mirada iluminada por verme de mi madrina, decidí quedarme . . . y sólo pensar, mientras las tres mujeres, hablando incesantemente, me iban dejando poco a poco aislado . . . sumido en mis recuerdos . . .

La sala se estaba llenando lentamente de las notas arrastradas y acogedoras de Agustín Lara, del olor a chocolate Gironés con queso campesino, de comentarios repisados, confirmados, estrujados, divertidos. . . y en mi paladar, mis recuerdos y la tarde entera, me sabían todavía a bolero viejo. Cerré los ojos. . . me ardían levemente, como si tuviese sal en ellos. . . me dije a mí mismo que no eran lágrimas.

Al abrirlos, estaba nuevamente en mi apartamento de estudiante. Hacía mucho frío, demasiado. Acurrucado en un rincón, insomne, veía el techo alejarse en espiral. . . no sentía mi cuerpo. . . esa tristeza, tan profunda, tan lacerante, tan densa, tan fundida con mi derredor, me estaba matando. . .

- Andresito, mijo, ¿no te gustó el chocolatico? – en la dulce voz de mi madrina, recuperé el hilo de un pasillo colombiano, que alcancé a escuchar por ellas, en su infinita conversación, lo interpretaba mi abuelo.

No pasaron unos minutos, cuando navegando en un lamento de Los Visconti, me vi corriendo otra vez por ese apartamento. Pero ya no hacía frío. . . estaba contento, jugaba. . . con ella. La alcanzaba en la habitación, y luchando sobre la cama, terminábamos en un beso tierno, eterno.

La amaba. . . ¡Dios mío, cómo la amaba! . . . ella reía con mis chistes flojos y me enloquecía cuando ponía una y otra vez, una canción de Miguel Bosé que le encantaba. La pasábamos tan bien paseando por la calle principal, burlándonos de los demás, soñando despiertos con nombres para bebés y abrazándonos muy fuerte cuando soplaba un viento helado. . .

- ¿Helado? – Interrumpió una de las amigas – Mariíta, tu ahijado quiere helado en lugar de chocolate.

Pero antes de protestar, una copa con helado de fresa, mi favorito, me saludaba en la bandejita de plata, regalo de bodas de mi madrina.

Me mecí al compás del delicioso postre y un bambuco de José A. Morales en la boca. . . como en aquella tarde agónica en que, a través de un anónimo teléfono, ella me dijo que lo amaba, que me había usado como a un pañuelo desechable, que nunca había sentido nada por mí, que ya no me necesitaba más, que era un iluso, un idiota, un. . .

Seguí meciéndome cual niño autista, con el teléfono en la mano, la línea muerta, las fotos . . . cientos de ellas que le tomé cuando estuvimos juntos, todas dispersas a mi alrededor, encerrándome, quemándome, asesinando lo que quedaba de mí . . . pues me había dado tanto a ella, mi alma, mi corazón, mis sueños, mi esperanza . . . todo . . . sin reserva. Me quedé vacío, allí, sentado, hacia adelante y hacia atrás por horas sin una sola expresión en mi rostro. . .

Cuando finalmente pude gritar, como un diluvio vino el llanto. . . el dolor en todo su esplendor, teñido de rojo. Lloré por días, sin comer, sin dormir. . . sin vivir.

Dios mío. . . cómo la amaba.

La ruidosa despedida de las amigas me trajo de vuelta. Al rato le di un beso y un abrazo de oso a mi madrina, y salí a la calle. Ya era de noche. En una tienda cercana sonaba un Alci Acosta tan patético como tal vez me vería yo.

Decidí caminar por el parque. Pensaba en el derruido cine donde vimos aquella película. Nunca olvidaré lo que en ella, un indio condenado a muerte, le decía al guardián que horas después lo ejecutaría. El indio le preguntaba, que si él creía, que si en el momento inminente y justo de su muerte, lograba arrepentirse sinceramente de todo lo malo que había hecho, Dios le dejaría quedarse eternamente, en el instante más feliz de su vida. . . y que ése sería su cielo.

La mañana en que desperté junto a ella, esa primera mañana, cuando la sentí a mi lado, cuando la ví sonriendo en un sueño tranquilo, acunada en mis brazos, segura, hermosa. . . mía. . . fue el instante más feliz de mi vida. Mi cielo.

La noche aún me sabía a bolero viejo, pero comencé a paladearla como un tango triste y moribundo. El aire, la noche, la luna, la gente, mi dolor. . . de repente me supieron a otoño. Comencé a correr y las lágrimas se mezclaron con el sudor en mi rostro. Corrí hasta caer exhausto, pero en mi lengua todavía aullaba ese tango, y las hojas del otoño en mi alma me asfixiaban.

Alcé la vista al cielo, justo cuando pasaba una estrella fugaz. Traté de sonreír, porque mi abuelo me decía que había que sonreír cuando pasaba una estrella fugaz. . . y pedirle un deseo.

El frío, el dolor, los juegos, los besos, los chistes flojos, la canción repetida, el teléfono muerto, las fotos, las lágrimas. . . mi cielo. Sí, mi cielo. Era mío, nadie, ni ella, ni él, me lo podrían quitar jamás. Siempre me estará esperando.

Me levanté, limpié el polvo de la ropa, sequé mi rostro. . . sonreí. Deseaba degustar algo de rock n´roll.

La gente me miraba extrañada, como a un loco, pero no me importaba. Ya estaba bien.

En mis papilas, en mis pupilas, en mi piel, en mi mente, en mi alma, en mi corazón revivido, la noche me sabía diferente. . . como a una alegre y clásica canción de los Rolling Stones.

K-LI-K / AGOSTO DE 2000

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